Pelayo Corella, profesor del GNMI, enumera los frentes con los que se va a encontrar el nuevo presidente de los EE.UU., Joe Biden. No solo se trata de la división creada en la sociedad estadounidense y otros problemas de política interior, sino también relaciones comerciales y diplomáticas con otros países.
Ahora que los resultados han desbrozado el camino para que Biden ocupe la Casa Blanca (a la espera de deshacer el más que probable embrollo judicial que Trump creará), es un buen momento para poner el foco en los aspectos relacionados con la convulsa política exterior de estos últimos años. ¿Cambiará mucho? Seguramente sí, especialmente en las formas, que en diplomacia son algo más que simple educación y cortesía.
Si en política interna Trump no ha dejado a nadie indiferente, reforzando una polarización extrema, en las relaciones internacionales, bien podríamos decir algo parecido. Pocos lo van a echar de menos (aunque también los hay que se han beneficiado de sus políticas e iniciativas, como Netanyahu y el príncipe heredero saudí Bin Salman).
Es de prever que el denostado y laminado Departamento de Estado recupere cierto aliento, influencia y capacidad de maniobra en la futura política exterior de la Administración de Biden. La diplomacia, en ese sentido, está de vuelta.
El discurso trumpista en política exterior ha sido simplista y maniqueo. Y claro, el mundo no es tan sencillo. Son muchos los matices, las visiones y los intereses a conjugar. Se ha dicho hasta la saciedad que, el hasta ahora presidente, tenía una visión de las relaciones internacionales de suma cero: lo que pierde otro, lo gano yo. Y no es así.
Fruto de esa cortedad de miras, su actitud ha significado una apuesta desmedida por el unilateralismo. Su visión de una América poderosa e independiente choca con una pertinaz realidad: hay problemas que uno solo no puede afrontar. Mejor sumar que dividir. El mejor ejemplo de ello ha sido el tema que ha cavado su tumba: el coronavirus.
No hay país en el mundo, y menos en una economía globalizada e intensamente interconectada, que pueda aislarse hasta acabar con el virus por sí solo, a no ser que se apueste por un aislamiento perenne. Su actitud en este caso, además de negacionista, ha sido contraproducente: eliminar los fondos que aporta EE.UU. a la OMS no ayuda; al contrario, agrava el problema, pues imposibilita que países que no tienen los recursos suficientes puedan luchar contra la pandemia.
Esa cortedad de miras tiene, además, otras derivadas como la pérdida de poder, influencia e imagen de Washington en el mundo. Lo que no es poca cosa. Es una manera torpe y poco inteligente que facilita el trabajo a aquellos adversarios que quieren un mundo con menos liderazgo estadounidense. Vamos, que es como dispararse en el pie.
Pero la crisis sanitaria no ha sido la excepción. Otras cuestiones que están en la agenda de cualquier estadista, como el cambio climático, han sido abordadas de la misma manera: unilateralidad y desdén por los acuerdos y el consenso internacional. Biden, en este sentido, ya ha anunciado que su primera medida como presidente será volver al Acuerdo de París. Es un buen primer paso para recuperar a Estados Unidos en los consensos internacionales trabajados laboriosamente en el pasado.
Lo mismo puede decirse de las guerras comerciales: Trump logró la Casa Blanca anunciando mano dura con aquellos países que habían amasado milmillonarios superávits comerciales frente a EE.UU. Lo cierto es que era una medida muy mediática, pero las políticas de su afamado Peter Navarro (su asesor de cabecera en estos menesteres) se han demostrado erróneas. En una economía globalizada, con extensas y diversificadas cadenas de valor, no es fácil ganar batallas comerciales a base de imponer tarifas arancelarias. Así pues, Trump ha apretado las tuercas a mexicanos, canadienses y chinos, ha puesto de los nervios a los europeos, especialmente a la Alemania de Merkel, pero el déficit comercial no se ha reducido.
A las guerras comerciales, además, Trump añadió nuevos embates antiglobalizadores y se retiró del acuerdo comercial del Pacífico que Obama había tejido con el resto de los países asiáticos y americanos para aislar a China. Ésta, por su parte, ante la retirada de Washington, reaccionó con prontitud y ofreció a esos y otros países un acuerdo alternativo. De un plumazo, de aislar a China, a replegarse y perder comba en el Pacífico. Vivir para ver. La obsesión china cegó a Trump e hizo perder posiciones, geopolíticamente hablando, a Washington en el área más poblada y dinámica del mundo.
Son pues muchos los aspectos y las políticas en las que Biden va a tener que repensar y modificar.
Política exterior
¿Cuál será la herencia de Trump en política exterior? Mayor de la que muchos puedan inicialmente imaginar. Su gran obra ha sido centrar el debate del gran reto estratégico que tiene Estados Unidos encima de la mesa: China. Desde el icónico acercamiento de Nixon a Mao, Washington ha contemplado con cierta condescendencia al Imperio del Centro. Cuando se produjo la apertura china, Estados Unidos (también Europa) creyeron ilusamente que ese desarrollo económico traería consigo aparejada una evolución y transición política. Pero nada más lejos de la realidad. Hoy, China es un gigante económico y se ha convertido en el verdadero quebradero de cabeza del Pentágono, el Departamento de Estado y tarde o temprano del Tesoro americano. Biden podrá rectificar, reformular, pero el objetivo de contener a China ha venido para quedarse. Con más tacto, con mayor diplomacia, sí, pero la agenda ya ha quedado marcada por Trump.
La otra cuestión que perdurará es Oriente Medio. La ruptura del acuerdo con Irán ha permitido a Washington apretar las tuercas a los ayatollahs y reconciliarse con sus tradicionales aliados: Israel y Arabia Saudí. Estos son los que ahora ven con preocupación el cambio de inquilino en la Casa Blanca. Trump no consiguió en el tema palestino su afanado “acuerdo del siglo”, pero ha reforzado las posiciones del bando israelí notablemente. Sí, es más que probable que Biden recule y no instale la embajada en Jerusalén y que el acuerdo de anexión de territorios palestinos por parte de Israel, presentado a bombo y platillo, quede congelado, pero Trump consiguió que más países árabes, como los Emiratos, firmaran la paz con los israelíes. Ha decantado la partida hacia Tel-Aviv, que cada vez más refuerza sin rubor alguno los vínculos con las monarquías árabes de la región, a costa de los parias de esta historia, los palestinos.
Para acabar, Europa. Los más acérrimos opositores a Trump dirán que Putin ha perdido a su hombre. Pero sarcasmos al margen, la política con Moscú va a ser más clara y frontal. Y para ello, Biden va a tener que tender puentes, supurar heridas y reconciliarse con los países comunitarios. Bruselas, como París o Berlín, así lo esperan y desean.
Otro cantar es Londres. Johnson es ahora quien tiene un problema. El lobby irlandés va a tener ahora más influencia en Washington. Biden no permitirá que el Brexit dinamite el acuerdo de Paz de Irlanda del Norte, así que el margen de maniobra del premier británico en la negociación con Bruselas se estrecha. Él mismo se metió en un desfiladero del que le va a resultar difícil salir.
Así pues, Trump hizo y deshizo a su antojo. Intentó emular a su odiado Obama para conseguir el premio Nobel de la paz. Y lo hizo con una audacia que descolocó a propios y extraños: el encuentro en Singapur con el líder norcoreano supuso una foto histórica, pero lo poco maduras que estaban esas conversaciones y el carácter indescifrable de esos dos líderes hicieron aquel intento embarrancara sin éxito.
No es criticable aquel intento. Sí en cambio su empeño en imponer y amedrentar, en apostar tercamente por el unilateralismo y en dinamitar el consenso y la estructura de gobernanza internacional fruto de su desmedido ego.
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