Pelayo Corella, profesor de la asignatura Análisis de los hechos económicos y políticos internacionales en el GNMI, escribe sobre cómo el proceso de creación del bloque soviético tras la IIGM y, especialmente, su posterior desintegración creó el terreno propicio para la llegada de Vladímir Putin.
Corría febrero de 1946, cuando el Departamento de Estado de EEUU recibió un memorándum de un avezado diplomático destinado en la Unión Soviética. George Kennan, que así se llamaba nuestro protagonista, intentaba sintetizar, en el conocido como long telegram, la esencia de lo que representaba la URSS entonces. Y lo que era tan o más importante: cómo debía de afrontar Washington el reto de lidiar con Moscú en un entorno devastado por la IIGM.
Eran los inicios de la Guerra Fría: un mundo dividido en dos, liderado por las dos superpotencias que derrotaron al nazismo y al imperialismo nipón y que representaban dos modelos antagónicos. Pues bien, Kennan intentaba entender la psique rusa y analizaba, con datos históricos y mapas encima de la mesa, el sentimiento de vulnerabilidad que existía en los dirigentes moscovitas.
Las grandes estepas habían sido históricamente la puerta de entrada a las ambiciones imperiales de funestos personajes como Hitler, que puso en marcha la operación Barbarroja, sin percatarse que, ya en el pasado, otros líderes cayeron en las frías e infinitas estepas rusas, como Napoleón. Así pues, sin más defensa que la inmensidad de la planicie y la política de tierra quemada, Kennan venía a decir que el interés de Moscú pasaba por articular un glacis defensivo, que alejara el peligro de ser atacados por cualquier otro imperio en el futuro más inmediato.
No es de extrañar que la URSS articulara a su alrededor un conjunto de países satélite, que manejó como una marioneta y que permitió, además de extender su modelo comunista, dotar de consistencia y seguridad a la Unión Soviética. Kennan acaba su análisis señalando, como escribió un año más tarde bajo el seudónimo de Mr. X en Foreign Affairs, que persistía “la posibilidad de que la potencia soviética lleve en sí el germen de su propia decadencia”, por lo que, en buena medida, debería de ser contenida. Evitar que se expandiera, dejándola que se consumiera en sus contradicciones internas. Y eso es, precisamente, lo que EEUU hizo: implementó la política de contención.
Y pasaron los años, tantos como cuatro intensas décadas, y el gigante con los pies de barro desfalleció. Cayó el muro y el invento soviético se desintegró. Kennan volvió a alertar entonces, ya a una provecta edad, de que lo mejor era que la OTAN no ampliara sus tentáculos hacia el Este, pero nadie le hizo caso.
La mayoría de los países de la órbita soviética pidieron dos cosas: entrar en la UE y, sobre todo, en la OTAN, que consideraban el mejor garante para consolidar su nueva existencia. A buen seguro, faltaron entonces luces largas y una mayor visión, tal y como reclamaba Kennan. Hubiera sido el momento ideal de redefinir el papel y el rol de la OTAN en ese nuevo orden internacional. Pero la superioridad estadounidense era tal, que algunos alardeaban del fin de la historia, sin prever el inesperado giro al que estábamos abocados.
Pocos creían que la postrada Rusia resucitaría a través de un nuevo dirigente que pusiera orden en un país alicaído y humillado por la incompetencia de muchos de sus dirigentes y por la displicencia de Occidente. Hasta disidentes, como Alexandr Zimoviev que residía en Occidente, criticaron las indecisiones de Gorbachov o el latrocinio de la camarilla de Yeltsin y sus secuaces. Llamaron traidores a una generación de políticos que llevaron a Rusia a arrastrar su buen nombre por el fango de su historia.
Y ese momento, allá por los 90, es importante, pues siembra la semilla de lo que vendría después. Se consolidó una clara divergencia: el colapso soviético fue visto por los rusos como una inmerecida humillación, mientras que sus vecinos (ucranianos, entre ellos), como una verdadera liberación.
La llegada de Putin fue vista por sus semejantes con alivio, supo reconstruir el orgullo perdido, acotar el poder de los oligarcas, someter el país al poder omnímodo de su corte de silovik y empezar a alzar la voz en pos de recuperar el prestigio y el lugar de Rusia en el mundo. Supo cultivar el sentimiento de asedio por parte de Occidente sobre la otrora superpotencia. En ese renacer, le ayudó, sin duda, el alza de las materias primas, que le permitió modernizar el ejército, subir salarios y pensiones y estabilizar una economía que se había literalmente hundido pocos años atrás.
Su poder se ha consolidado desde entonces, a costa de erosionar las incipientes libertades, aunque su imagen ya no es internamente la que era, pero su maquinaria de poder es inmensa. Ha sabido también esperar su oportunidad. Y en eso, Occidente le ha echado una mano. La polarización política, económica y social de las sociedades democráticas, así como su firme voluntad de reequilibrar el poder en el mundo, restando peso y ascendencia a EEUU (e ignorando, no lo olvidemos, a la UE), ha llegado hasta el punto de querer recuperar lo que en su día fue la doctrina Breznev.
Pero todo indica que ha cometido un error de cálculo. Ni ha sido ni parece que vaya a ser una guerra corta y quirúrgica, que le permita reforzar su ascendencia sobre el Donbass, como sí pasó en 2014 con Crimea. Con lo que ahora se abre un abanico de posibilidades que, seguramente, escapan, a sus deseos. Las sanciones a su economía, así como la entrega de material militar a Ucrania por parte de EEUU y la UE (un giro copernicano en la acción exterior de Bruselas), implican un elevado coste para él y para su país. El zar se ha equivocado y veremos qué estrategia sigue ahora que empieza a estar acorralado.
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