Pelayo Corella, profesor del GNMI, recorre los aspectos más relevantes del mandato de Angela Merkel y apunta los temas que encontrará sobre la mesa quien la suceda en la cancillería el próximo 26 de septiembre.
Alemania se ha ganado a pulso, gracias a su centralidad geográfica pero muy especialmente a su poderío económico y demográfico, ser la pieza central de ese complejo puzzle llamado Europa. Ante el quiero y no puedo de Francia e Italia y la espantada del Reino Unido, Berlín es, desde hace tiempo, la piedra angular del proyecto de la UE.
Tras no pocos bandazos fruto de una excesiva rigidez propia de los noveles, el gigante centroeuropeo se ha hecho con las riendas del liderazgo político. Acostumbrados a ver el proyecto comunitario como el invento sobre el que reinsertarse en la normalidad de las relaciones internacionales tras un indigesto siglo XX, Merkel ha normalizado lo que antes era impensable: que quien manda en Europa es Berlín, no Bruselas, y mucho menos París o Roma. Y lo ha hecho, primero, con guante y puño de hierro (la crisis de Grecia), y luego, con magnanimidad y condescendencia (crisis de los refugiados y con los milmillonarios planes de ayuda ante la crisis del coronavirus).
Bien es verdad que ese liderazgo no es incontestable y Alemania necesita de aliados, el primero, la Francia decadente, falta de grandeur pero aún imprescindible para que cualquier aventura comunitaria sea sancionada y tenga éxito. El liderazgo alemán se ha asentado en una estabilidad y solvencia económica indiscutible. Tras años de dura travesía por el desierto, tras una indigesta reunificación, Berlín alardea desde hace tres lustros ser un país central, seguro, estable, previsible y exitoso exportador. Quisiera que todos emularan su trayectoria, pero no es fácil cambiar modelos productivos y éticas latinas alejadas del estoicismo luterano.
Ese poderío se ha consolidado gracias, en parte, al liderazgo ejercido por Angela Merkel durante los 16 años al frente de la Cancillería. Son muchos los que se preguntan qué será de Alemania y Europa ahora que la susodicha se va.
La antaño joven política de la Alemania del Este, que Helmut Kohl incorporó a su gobierno tras la reunificación, fue vista como parte de una cuota necesaria pero intrascendente (mujer y del Este). Pues bien, la cuota dejó de serlo tras demostrar que tenía el arrojo y la credibilidad de ganarse el corazón de buena parte del electorado y poner así punto y final a dos legislaturas de coalición rojiverde. Merkel devolvió a la CDU-CSU las riendas del poder que un Kohl, cansado y algo desbordado por los desajustes provocados por una acelerada reunificación, cedió ante el pujante Schröder.
Angela Merkel y Helmut Kohl en los años 90, cuando ella dirigió un ministerio durante el mandato de Kohl. / Foto: Libertad Digital
Merkel impuso una manera de hacer que provocaba recelos entre los suyos, desconcertaba a la oposición, pero ganaba las simpatías del ciudadano medio. Siempre se la ha acusado de ser una política sin ideales, sin unos principios firmes sobre los que asentar la acción de gobierno. Y quizá esa crítica sea su principal virtud: Merkel ha variado su discurso en función de la dirección del viento. Ha sabido adaptarse a una realidad que muta a una velocidad de vértigo. ¿Resultado? Los que la criticaban nunca tuvieron esa visión o esa humildad de saber cambiar a tiempo, por lo que nunca gozaron de su éxito.
Esa cintura política desbordó a la izquierda, pues fue ella la que abanderó luchas antaño únicamente defendidas por partidos políticos muy concretos: la renuncia a la energía nuclear, sin ir más lejos, trastocó los planes y el discurso de los verdes y los socialdemócratas. Descolocados, no tenían más remedio que seguir y apoyar a la que les quitaba sus banderines de enganche.
La seguridad y el aplomo que le dio estar tantos años al frente del Gobierno hizo que en alguna ocasión fuera más allá de lo que se podía esperar de cualquier político. El mejor ejemplo fue con la guerra de Siria y los refugiados: ante la negativa de países como Polonia o Hungría de no acoger siquiera unos cuantos cientos o miles, ella abrió Alemania a cerca de un millón de refugiados. Un hito histórico que a punto estuvo de acabar con ella, pues tras la emoción y entusiasmo inicial, emergió una corriente de protesta y recelo ante las supuestas dificultades de integración. Una ola de descontento que supo surfear y sortear.
Pero no es oro todo lo que reluce. Merkel también ha sido defensora de la ortodoxia más ordoliberal que cualquier sureño europeo pueda recordar. En plena crisis del euro, la dureza que se aplicó a la díscola Grecia se extendió a otras economías poco o nada dadas a cuadrar números. Las tensiones que se generaron estuvieron a punto de llevarse por delante el proyecto de moneda única, pero fueron un aprendizaje necesario para propios y extraños. Hay que entender que dentro de su propio gabinete había representadas corrientes que pedían literalmente la expulsión de Grecia de la eurozona. No debió ser fácil conseguir consensos internos, ni en Berlín ni en Bruselas. Tampoco en Frankfurt, sede del BCE, tensionado entre una lucha sin cuartel entre halcones y palomas en materia monetaria.
Alexis Tsipras, primer ministro griego, y Angela Merkel durante una rueda de prensa en 2016. / Foto: REUTERS (Fabrizio Bensch)
Existe cierto consenso que los estadounidenses, con más herramientas al alcance de su mano, fueron más pragmáticos y gestionaron mejor la salida de la crisis que la desunida Europa. La receta de ricino se demostró en algunos casos necesaria frente al descontrol de gasto sureño pero, en perspectiva, excesiva. Y hay que entender también que Merkel presidía un país con una alta tasa de ahorro, cuyos ciudadanos veían cómo su riqueza no rentaba pues el BCE se vio obligado a bajar tipos hasta dejarlos a cero. Esa presión también ha generado hastío y cansancio, y si bien ha permitido a Alemania no pagar intereses por su deuda, ha perjudicado a millones de sus ahorradores conciudadanos. Muchos de los cuales recuerdan cómo tuvieron en su momento que asumir recortes y contenciones salariales en la época de Schröder y su Agenda 2010, por lo que exigían que esas mismas penurias fueran aceptadas sin más dilación ni discusión por los díscolos PIGS.
Unos recortes, los de la Agenda 2010, que sentaron las bases para el boom exportador que permitieron a Merkel gozar de viento de cola, consolidar su liderazgo y disfrutar de una época de crecimiento limitado pero consistente. Bien puede decirse que la canciller ha seguido una máxima: con las cosas de comer, no se juega. Claro está que son muchos los que le reprochan no haber hecho más. Tenía la cuadratura del círculo al alcance de la mano y dejó pasar una oportunidad: con una deuda a la baja, con unos tipos de interés en negativo, podría haber invertido mucho y bien para modernizar algunas infraestructuras, como en el ámbito de la digitalización, pero se limitó a seguir una receta conocida, la del schwarze null o déficit cero.
Media Europa le ha pedido durante años que Alemania aumentara su demanda interna, vía aumentos salariales, pero desde Berlín se ha considerado que esas demandas solventarían algunos problemas económicos en otras latitudes, pero podrían poner en riesgo la joya de la corona: la productividad y competitividad alemana en el exterior. Merkel no se movió y ella y los suyos fueron y son conocidos como frau nein.
Hasta que llegó el coronavirus.Y entonces sí vio las orejas al lobo y abrazó una estrategia verdaderamente europeísta: Merkel impulsó, de la mano de la Francia de Macron, un plan de gasto comunitario que hace avanzar el proyecto de la Unión por la vía federal. Por primera vez, la UE se endeudaba de manera relevante por el bien común de sus estados miembros. Sin la ascendencia merkeliana, ese paso difícilmente hubiera salido adelante.
Pero no todo son parabienes. Muchos países de su entorno han lamentado que ese espíritu europeísta no se traslade a su política exterior. Alemania ha tenido siempre claras cuáles son sus líneas rojas y ha defendido unos intereses nacionales que han provocado verdaderos sarpullidos en sus vecinos, especialmente los del Este.
Un ejemplo claro es Rusia. Berlín no quiere poner en aprietos a Moscú, por mucho que Merkel no soporte a Putin. Por eso mismo, desde la Cancillería se han frenado las respuestas más furibundas ante los recientes zarpazos del oso (desde Ucrania y Crimea a las constantes amenazas a la seguridad de los Bálticos o las intromisiones en terceros países con el afán de desestabilizar a Occidente). No es de extrañar, para Alemania, Rusia supone, además de un gran mercado, su fuente principal de consumo energético. La construcción de nuevos gasoductos que libran el paso por los países vecinos, como el Nord Stream y el Nord Stream 2 es la mejor prueba de ello. Ese ejercicio de realpolitik escuece, pero es inevitable. No es fácil el equilibrio. Toda potencia que se precie de serlo, y Alemania lo es, tiene a bien proteger sus intereses (algunos inconfesables). Que se lo digan a Washington o Pekín.
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