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El comerciante Zurbarán y el sueño americano

Zurbarán
Detalle de Santa Casilda, una de las famosas santas de la serie que pintó Francisco de Zurbarán. / Foto: Wikimedia Commons

En el siglo XVII, los territorios de la monarquía hispánica iban mucho más allá de la península y uno de los más ricos era el continente americano. Francisco de Zurbarán, pintor barroco, fue también un gran comerciante en el mercado artístico del Nuevo Mundo.

La Conquista de América por parte de la monarquía hispánica llevó consigo una emigración masiva hacia el Nuevo Mundo bajo la promesa de un enriquecimiento rápido y el abandono de una Península Ibérica donde las oportunidades eran cada vez más escasas. Esta diáspora, así como el asentamiento de las comunidades religiosas evangelizadoras crearon una demanda de obras de arte ingente. Una oportunidad de negocio que muchos quisieron aprovechar como, por ejemplo, el pintor extremeño Francisco de Zurbarán.

Francisco de Zurbarán (1598-1664) fue un pintor nacido en Fuente de Cantos, en la provincia de Badajoz. Hijo de un comerciante de origen vasco, fue uno de los representantes principales de la llamada generación de los Grandes Maestros del Barroco español, encabezada por Velázquez. Formado en la ciudad de Sevilla, Zurbarán empezó su carrera como pintor en Llerena, Extremadura. La fama adquirida en sus primeros encargos llamó la atención de las diferentes congregaciones conventuales de Sevilla desde 1626. Con la llegada de la década de los treinta, ya instalado en Sevilla, se inició la etapa más dulce de la carrera de Zurbarán, cuando fue llamado a la Corte madrileña en 1634 para trabajar en el Casón del Buen Retiro. Fue a su vuelta a la ciudad hispalense, impregnado de nuevas influencias, cuando arrancó su relación comercial con el continente americano. Abandonó Sevilla en 1658 y se mudó a Madrid hasta su muerte.

Zurbarán fue un artista muy dependiente de las estampas para la creación de sus obras, debido a su más que limitada virtud en cuanto a la realización de composiciones complejas o dinámicas. Esta flaqueza no arruinó la carrera del extremeño, quien se especializó en la realización de series para sedes monásticas, así como obras protagonizadas por una o pocas figuras. Así convirtió la quietud y el realismo extremo de los detalles en el pilar de su obra, ya fuera representando a San Serapio después de exhalar por última vez, la pesadez y rudeza del sayal franciscano o cuatro cacharros en una repisa. Esta capacidad para la representación de texturas y del sentimiento religioso le valieron el título de pintor del silencio monástico.

Sevilla era El Dorado

Cuenta la leyenda que en el Virreinato de Nueva Granada, en la actual Colombia, se escondía una ciudad hecha completamente de oro. Una ciudad legendaria que, evidentemente, jamás se encontró. Pero, ¿y si esa ciudad era Sevilla?

Sevilla recibió el monopolio del comercio con las colonias americanas de la monarquía hispánica, lo que convirtió al puerto de la ciudad del Guadalquivir en la entrada de todo el oro y la plata traídos de las Américas, así como de todo tipo de objetos traídos de aquí y de allá (incluso desde Japón). Durante el siglo XVI, Sevilla fue la gran metrópolis del mundo occidental, junto con Amberes, acogiendo comerciantes y profesionales que se enriquecieron enormemente, hasta el punto de ser una de las pocas ciudades de la península donde se podía encontrar un atisbo de clase media profesional, como se podía ver en los Países Bajos. Sin embargo esta riqueza generó a su vez una desigualdad mayor a la del resto del territorio peninsular.

Pero los que tenían, tenían mucho y era muy grande la demanda de obras de arte para decorar las casas de estos mercaderes o las capillas y conventos que decidían proteger. Unos encargos que eran cada vez más grandes, a la vez que también llegaban de América, donde había todo un continente lleno de iglesias y mansiones de ricos colonos con las paredes desnudas. Para poder ofertar aquello que se demandaba, durante décadas, llegaron a Sevilla miles de obras de arte enviadas desde Flandes, donde los talleres de los artistas se habían profesionalizado y empezaban a trabajar de una manera casi industrial, de producción serializada. Estas obras llegadas del norte, la mayoría de ellas grabados, influenciaron muchísimo a los artistas residentes en Sevilla y a los residentes en Nueva España, destino de muchas de estas obras (el matrimonio Van Immerseel llegó a enviar 6.000 obras a México).

Para copar este nuevo mercado que se abría, los obradores de los artistas sevillanos debieron modernizarse y adaptarse a las características de los encargos que iban a recibir. En los obradores de los artistas, solían trabajar el maestro, los oficiales (pintores ya profesionales) y los aprendices. El maestro debía enseñar a los aprendices el oficio de pintor a cambio de una compensación que pagaba, normalmente, la família del aprendiz. Algunos de los contratos eran increíblemente detallados y explicaban que el pintor no podía ordenar a su aprendiz las tareas de la casa o ponían como parte del pago dos marranos enteros.

Si tomamos el taller de Zurbarán como ejemplo, vemos cómo el maestro ideaba un prototipo a partir de un grabado y lo acababa con la ayuda de sus oficiales (estaban especializados en aspectos concretísimos como, por ejemplo, la representación de bordados o joyas) siguiendo un tipo de producción en cadena, casi fordiano. Pero claro, este proceso buscaba la excelencia, estos oficiales eran los mejores en aquello que hacían, pero no se podía mantener el nivel de calidad cuando se debía producir tanta cantidad. Por lo tanto, se creó un trabajo en serie donde se reducía la calidad y se buscaba únicamente la imitación de los modelos y formas del maestro. En el caso de Zurbarán, se han establecido hasta cinco niveles en su obra: la obra propia de Zurbarán, versiones derivadas del propio artista, copias de sus colaboradores donde él interviene, copias de sus colaboradores y obras de imitadores.

Zurbarán interior

Detalles de la serie «Jacob y sus doce hijos» pintada por Francisco de Zurbarán: José (izquierda) y Jacob (derecha). / Foto: Wikimedia Commons

Zurbarán y la conquista de las Américas

Fueron varias las razones que llevaron al pintor extremeño a embarcarse, figuradamente, en esta aventura comercial. Zurbarán se casó en segundas nupcias con Beatriz de Morales, una mujer con contactos en las Américas (ahí murió su primer marido y vivían tres de sus hermanos). Este contacto con el contexto americano seguramente favoreció la entrada del maestro en el mercado pictórico del Nuevo Mundo. Otro de los factores que participaron en esta expansión comercial fue la fuerte crisis económica que azotó Sevilla durante el segundo cuarto del siglo XVII y que culminó en un importante brote de peste en 1649 que acabó con más de 60.000 personas, entre ellos, Juan de Zurbarán, hijo del maestro y también pintor. Esta crisis provocó la caída del número de encargos y, a su vez, cambió el gusto del comitente, que se interesó por un arte más amable, como el de Murillo.

Pero no todo fue negativo y es que a parte de los encargos en el mercado americano, se habían creado grandes ferias artísticas (destaca la de Portobello), donde los artistas presentaban obras realizadas sin encargo y también mandaban “copias” de obras vendidas en la metrópoli y que en las colonias se consideraban de buen gusto. En estas ferias, el comprador no podía imponer sus exigencias sobre el artista, puesto que la obra estaba acabada y el vendedor solía ser un corredor o marchante que las vendía al mejor postor llevándose una comisión. Un tipo de venta que en España era muy poco frecuente, más allá de las tiendas vilmente desprestigiadas o en las almonedas.

El riesgo de que un navío se perdiera cruzando el Atlántico era elevado, pero los beneficios que reportaba una buena venta eran muy superiores al riesgo. Y es que el precio de una misma pintura podía llegar a ser tres veces más alto en Portobello que en Sevilla, en parte por la baja exigencia del mercado novohispano.

Zurbarán hizo rápido su fortuna y así se demuestra con algunos de los contratos que han llegado a nuestros días, con los pagos o incluso con el tamaño de su obrador donde trabajaban los mejores oficiales de la Sevilla del momento. Para hacernos una idea, en 1647, recibió el encargo de la abadesa del Convento de la Encarnación de Lima para la realización de un lote de 34 pinturas al precio de 16.000 reales, mientras que cobró otros 8.000 por una venta pública en aquella misma ciudad. Así pues, solo en el mercado limeño, Zurbarán se embolsó 24.000 reales ese año, mientras que el estipendio fijo de un pintor de la corte no superaba los 2.600 reales, sin contar las obras realizadas que se pagaban a parte.

El mercado americano estaba necesitado de amplias series que pudieran decorar espacios enormes, desde iglesias a palacios. Esto permitió que se enviaran cargamentos de obras serializadas que representaban temas variopintos: bodegones, césares romanos, guerreros legendarios, prohombres de la historia, patriarcas del Antiguo Testamento, Job y sus hijos, vírgenes, santas y un largo etc.

En los últimos cargamentos enviados desde el obrador de Zurbarán, consta que ya no comerciaba únicamente con obras de su taller. Se documentan, por ejemplo, paisajes de artistas flamencos o material de pintura, con lo que se pone de relieve las dimensiones que adquirió su “empresa” en el Nuevo Mundo. A la vez que, gracias a su lado comerciante, consiguió que su estilo se extendiera por América e influyera en las formas del barroco novohispano en artistas como Juan Tinoco o su discípulo, emigrado a México, Sebastián López de Arteaga.

 

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