El alumno de 3º de GNMI, Oriol Vilalta, comparte su punto de vista sobre la situación que vive actualmente el continente africano: relación con China que parece un win-win, pero que apunta a una táctica de neocolonialismo chino sobre África.
No somos pocos los que creemos que África es, literalmente, la última oportunidad que nos queda para “hacer las cosas bien”. Y es que hablamos de un territorio que reúne las condiciones perfectas: tierras riquísimas en recursos naturales, 1.300 millones de habitantes (y con previsiones de duplicarse en 2055) con una media de edad de apenas 18 años y un escenario político, económico y social donde todo está aún por hacer.
En la guerra comercial por África que han emprendido Estados Unidos, Europa e incluso Rusia, hay una clara potencia que ya ha tomado ventaja: China (como no). Mientras que los norteamericanos exigen cambios inminentes en la dinámica general del continente, a lo que los estados africanos han respondido con una negativa contundente, el gobierno de Xi Jinping ve en África una larga lista de oportunidades de negocio. A beneficio de quién, aún está por ver.
En la reunión de 2018 del Foro de Cooperación China-África (FOCAC), China anunció un enorme paquete de inversión para el continente, dotado de 60.000 millones de dólares en forma de préstamos (sin intereses, por cierto), fondos de inversión y líneas de crédito. Dos años más tarde de aquel sonado discurso, el Ministro de Relaciones Extranjeras chino, Wang Yi, afirma con toda seguridad que el proyecto ha sido un éxito. Y los avances son palpables: se han construido 6.000km de carreteras y ferrocarriles con el objetivo de conectar las costas este y oeste, 170 (¿escasas?) escuelas, 130 (¿insuficientes?) instalaciones médicas y una base militar en Yibuti. A priori, el escenario parece tremendamente favorable para los africanos, pero el yuan tiene dos caras. Y así es que ahora, en Kenia, hay universidades donde el mandarín es obligatorio; también los kenianos deberán acostumbrarse a la radio china; los miles de kilómetros en carreteras no se han construido con mayoría de recursos locales (y ni de lejos los han liderado managers locales¹). Todo ello hace saltar las alarmas de hasta qué punto pretende Xi Jinping penetrar en el continente y, sobre todo, qué precio pagarán los africanos. Por el momento parece que el negocio ha salido a cuenta a ambos pero, como dice el refrán: “no es oro todo lo que reluce”. Ejemplo claro e indiscutible es el puerto de Sri Lanka: la isla asiática contrajo una deuda con una empresa estatal de Beijing para realizar un proyecto portuario y, tras materializarse las predicciones de que el gobierno no podría devolver el préstamo, el cuento termina con China apropiándose del centro logístico por los siguientes 99 años.
No cabe duda de que África, por muy buenas que sean las condiciones del préstamo y el crecimiento económico que pueda conseguir, es un continente que no tiene capacidad para devolver unas cifras como las mencionadas. Los gobiernos estatales saborean un caramelo que para las generaciones futuras tiene un gusto rancio a hipoteca insaldable. Sin olvidar la consecuente dependencia de China.
Además de los beneficios económicos derivados de las inversiones, Xi Jinping tiene dos motivos fundamentales para crear sinergias con África: el primero es que, en no pocos años, el gigante asiático deberá abastecer a casi el 20% de la población mundial y parece que los recursos del continente son el mejor remedio; por otro lado, tener el apoyo de casi todo el bloque africano da cierta ventaja a nivel geopolítico, como por ejemplo al votar en contra del reconocimiento internacional de Taiwán en la ONU² (uno de los indispensables de la política china).
Si bien África aún recuerda a Europa como el gran colonizador, ahora el viejo continente ha apostado por una inversión libre de corrupción, pero el pragmatismo de Asia ha ganado el pulso. La creciente presencia de China en África durante las últimas décadas no deja dudas de que este contrato es solo el principio de una relación que ni chinos ni africanos saben cómo terminará. Lo que está claro es que se está promoviendo un modelo en que la ética no es prioritaria y ambas partes creen que se benefician del contrato, pero realmente solo hay un vencedor y viste de rojo.
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