El 9 de mayo, en el 70 aniversario de la Declaración Schuman, celebramos el día de Europa sumidos en un ambiente enrarecido: enfrentando el Brexit, más o menos confinados por la pandemia de coronavirus y la crisis económica que ha traído, cuestionando la UE y la solidaridad entre Estados… Un momento de caos y de oportunidades.
Este año la celebración del día de Europa viene precedida por el anuncio esta misma semana de la muerte de Robert May, científico australiano, biólogo de formación, buen divulgador y que ocupó, entre otros muchos cargos, la Presidencia de la Royal Society (entre 2000 y 2005) y Dirección del Comité Científico Asesor del Gobierno de Su Majestad (entre 1995 y 2000). Las contribuciones científicas de May abarcan muy diversos campos, incluso las ciencias sociales. Si alguna debe destacarse, no obstante, son sus trabajos pioneros sobre dinámica de poblaciones que, junto al trabajo en otras disciplinas de nombres como Lorenzo Prigogine, y sobre la base de los grandes avances matemáticos a caballo entre los siglos XIX y XX, permitieron asentar lo que hoy en día conocemos como la Teoría del Caos.
Esta forma de comprender el comportamiento de los sistemas dinámicos pone de relieve su extrema sensibilidad a sus condiciones iniciales, lo que en muchas ocasiones se traduce en que su naturaleza determinada resulte indeterminable. De ahí la referencia al caos mitológico de apariencia azarosa.
El 9 de mayo de 1950, en el Salon de l’Horloge del Quai d’Orsay, Robert Schuman, por aquel entonces Ministro de Asuntos Exteriores de Francia propuso la creación de una Alta Autoridad que regulara la producción de carbón y acero en Francia y Alemania. Este paraguas institucional, abierto también a otros países europeos que quisieran sumarse, buscaba poner fin a la rivalidad franco-alemana que, desde 1870, había dado lugar a tres severísimos conflictos armados. En estas siete décadas, el proyecto de integración regional que entonces se fraguó y cuyo estado actual es la Unión Europea ha sido fuente de estabilidad política y relativa prosperidad económica para todos aquellos Estados europeos que, en momentos distintos, han decidido incorporarse a él.
A día de hoy, no obstante, el sistema transita por un periodo de extrema sensibilidad (prefiero la noción de sensibilidad, a la de crisis, qué quieren que les diga). Los estragos de la pandemia de la COVID-19 no hacen sino solaparse a otras cuestiones de largo recorrido con los que la Unión viene lidiando en los últimos años, por no decir lustros: falta de liderazgo claro, pérdida de fuelle del proyecto supranacional en beneficio de las propuestas más intergubernamentalistas, cambios sustanciales en la propia globalización que han dejado a la Unión Europea huérfana de lo que habían sido sus señas identitarias como actor en el escenario internacional y, cómo no, quizás como corolario de todo lo anterior, significativas brechas internas: Brexit y populismos de calado distinto y de base social variable.
En su discurso de aquel 9 de mayo de 1950, Robert Schuman advertía que Europa no sería alcanzada de una sola tacada ni de acuerdo con un plan preestablecido (“L’Europe ne se fera pas d’un coup, ni dans une construction d’ensemble…”) lo que parece reconocer de manera intrínseca la naturaleza caótica del proceso de integración europeo. En este sentido, qué duda cabe que la Europa de mañana, la de las generaciones para las que Robert Schuman y la CECA no serán más que un relato histórico lejano, depende fuertemente de cómo la Unión Europea de hoy logre dar salida a esas cuestiones.
En aquel discurso, Robert Schuman proseguía alertando que Europa se debía alcanzar por realizaciones concretas creando primero solidaridades de hecho (“… elle se fera par des réalisations concrètes créant d’abord une solidarité de fait”). Un alegato de plena vigencia para esta Unión Europea que algunos ven al borde del caos y que, en mi caso, tan solo observo transitando en una trayectoria todavía poco definida, para nada definitiva y llena de posibilidades.
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