Pelayo Corella, especialista en análisis político y económico internacional y profesor del GNMI, comparte una reflexión necesaria sobre el impacto que la crisis del coronavirus va a tener sobre la UE, además de aumentar el sentimiento euroescéptico.
En 2001, cuando estalló el 11-S, el recién elegido presidente de EE.UU., George W. Bush, se vio obligado a dar marcha atrás en su proyecto político. El desgarrador impacto de los atentados le obligó a desdecirse de su discurso electoral, muy aislacionista. Su séquito, con Dick Cheney y Donald Rumsfeld a la cabeza, y con el inconmensurable apoyo de Roger Ailes en la recién creada Fox News (imprescindible The Loudest Voice), recompusieron rápidamente la agenda presidencial para desempolvar los planes del Project for the New American Century. De lo dicho a los estadounidenses en la campaña electoral en la que derrotaron, no sin polémica, al engreído Al Gore, a lo que acabaron ejecutando distó un abismo poco menos que sideral.
Viene a cuento aquel momento histórico para comprender el impacto que el maldito coronavirus tendrá en nuestras vidas. Poco importa lo que los gobiernos de medio planeta tuvieran en mente: sus planes, sus proyectos han quedado ya amortizados. La nueva realidad es otra. Un evento no deseado ha transformado, y hasta qué punto, el mundo que nos rodea. A corto y, a buen seguro, medio plazo.
Decía el otro día José Ignacio Torreblanca que, quizá, la manera sobre cómo habíamos afrontado los problemas en estas últimas décadas (amenaza terrorista y crisis bancarias) en la que los gobernantes lanzaban consignas por activa y pasiva para mantener la calma, había hecho un flaco favor en la toma de medidas más drásticas desde el primer momento en esta dramática situación.
Sea como fuere, lo cierto es que ahora mismo hay algunas ideas, dinámicas y consecuencias que ya podemos atisbar y otear en un brumoso horizonte.
Si bien es cierto que es imposible cuantificar el impacto que tendrá la crisis, hay consenso: será descomunal. Y esa tremebunda factura significará que, a futuro, la capacidad de maniobra en políticas públicas será prácticamente nula. Los gobiernos que tuvieran en mente determinados planes tendrán que hacerse la idea de que las prioridades serán recomponer el roto económico y social y gestionar abultadas deudas públicas de difícil digestión. Gasto inmediato y contención posterior.
Con deudas públicas que, en algunos casos se dispararán al 120% del PIB, caso de nuestro país, los márgenes fiscales y de inversión serán nulos. Esa montaña de deuda, que en países como Italia aún será mayor, comportará que Europa habrá de aplazar sine die la normalización de las políticas monetarias. Dicho en román paladino: habrá nuevas inyecciones de liquidez (ya anunciadas por el BCE) y los tipos de interés seguirán por los suelos.
Sede del Banco Central Europeo en Frankfurt. / Foto: The Wall Street Journal
Eso significa que seguiremos inmersos en la excepcionalidad, pero una excepcionalidad que se alargará por décadas. Desde que Draghi bajó los tipos a cero y apostó por la quantitative easing (si clican en el enlace, por cierto, verán cuánto dista la teoría de la práctica según el propio BCE) hasta que algún día suban, habrán pasado lustros y lustros. La resignación de países ahorradores como Alemania puede provocar mayores cuotas de desdén europeísta, lo que significará aumentar una problemática muy actual en una Europa con enormes costuras.
Huelga decir que, en este contexto, una de las posibles víctimas puede ser la UE. Y no por ser el epicentro actual de la pandemia, que también, sino por la falta de coordinación en las políticas de contención. Que Italia alzara la voz pidiendo socorro y que los únicos en reaccionar fueran los chinos con el envío de material médico, mientras en Alemania o en Francia se prohibía por ley su exportación, significa que Bruselas muestra, por enésima vez, su impotencia.
A Europa le conviene, por razones políticas y económicas, mostrar unidad. Unidad de criterio, unidad de acción y mucha solidaridad. En un momento de caída en picado del comercio internacional, si se rompe o se resiente la libre circulación de personas y mercancías, la factura a futuro será todavía mayor. La ortodoxia macroeconómica implosionará este año y, posiblemente, el venidero, pero a la vuelta de la esquina es previsible que vuelvan a resurgir, quizá con más fuerza, la falta de entente del Sur (asfixiado y altamente endeudado) y el Norte (con más margen de endeudamiento y mayor prisa por recomponer una vuelta a una normalidad ya olvidada).
Ello lleva a una nueva reflexión: si cada país ha de hacer frente a la crisis por su cuenta y riesgo, el resultado será dispar y el gap político, económico y social entre estados miembros aumentará. Los hay que hablan de suspender el pago de hipotecas y de dar liquidez inmediata a pymes y autónomos, para lo que se requiere de músculo financiero; otros países, en cambio, se echan a temblar al calcular la factura de tan monumental respuesta. Y es que no todos tienen los mismos recursos. Por consiguiente, el roto será desigual. O se hace pedagogía y se establecen redes de ayuda o daremos un nuevo paso camino del euroescepticismo. Claro está que la idea de crear esos mecanismos de reequilibrio y solidaridad generan a su vez en el Norte ese mismo euroescepticismo y hartazgo que se quiere evitar. Un verdadero galimatías en un contexto de evidente falta de liderazgo, con Macron tocado, Merkel en retirada y Von der Leyen que no acaba de arrancar.
Y para concluir esta reflexión de urgencia, cabe recordar que no es este, por cierto, el mejor marco para diseñar cuál va a ser el presupuesto comunitario ni en qué va a consistir la futura relación con el Reino Unido. En un momento, por cierto, en el que Londres ha tomado unas medidas diferentes en su lucha contra la COVID-19. En definitiva, son tantas las incertidumbres y retos a superar, que es harto probable que la UE salga algo trastabillada de la crisis actual. Y con ella, todos nosotros.
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