Celebramos el 90 aniversario de la peor y más devastadora caída bursátil de la historia de EE.UU. Recordamos los hechos que marcaron el inicio de la Gran Depresión, sus antecedentes y el impacto global que supuso. ¿Hemos aprendido?
Se conoce como Crack del 29 a la caída de la Bolsa de Estados Unidos ocurrida en octubre de 1929. Se suele hablar de tres fechas destacadas: jueves negro (24 de octubre), lunes negro (28 de octubre) y martes negro (29 de octubre). Si bien, para ser exactos, las caídas se prolongaron durante meses una vez iniciada la crisis.
Si se mira bajo una perspectiva de impacto y consecuencias en el mercado local y mundial se considera la mayor caída de la historia del mercado de valores. Y la más famosa. Si se analiza en puntos porcentuales la caída de la bolsa en 1987 (lunes negro) o incluso la de 2008 fueron superiores, no así su repercusión. También es lógico que la caída fuera mayor, tanto la economía como los índices bursátiles y el presupuesto federal son mucho mayores en la actualidad.
¿Cómo se llegó a esa situación?
Con constancia, dedicación e insensatez. Como todos los disparates de la humanidad. Al final siempre llega la factura o alguien enciende la luz al salir de la fiesta.
Estados Unidos, después del fin de la I Guerra Mundial, se convirtió en la primera potencia económica. Después de toda crisis, y una guerra es de las peores que pueden suceder, llega un período de crecimiento y prosperidad: hay que reconstruirlo todo.
Hubo un aumento de la producción hasta llegar a la sobreproducción, caída final de la demanda de productos por diferentes razones, incremento de las cotizaciones bursátiles, apertura del mercado de valores al gran público, tipos de interés muy bajos y facilidades crediticias. El plan era sencillo para una gran mayoría de pequeños inversores: endeudarse para comprar acciones a crédito y vender rápido, porque siempre subían. Se obtenía así un mayor beneficio que el coste de financiación. Todo el mundo quería su parte del pastel. Y con ello se creó una burbuja especulativa. La demanda no paraba de crecer y los precios de las acciones se alejaron de sus valoraciones reales.
Tras una década de euforia y crecimiento sostenido, los Felices años 20, llegó el aterrizaje: el Crack del 29 dio paso a la Gran Depresión.
¿Qué ocurrió?
Pues que se pinchó el globo. Tras varias sesiones de rumores y pánico, de diversas advertencias por parte de especialistas y banqueros de la desconexión entre valor de cotización y valor real de las acciones, e incluso de inyecciones de dinero sobre ciertas acciones para mantener su cotización, el nerviosismo se adueñó del mercado.
El 24 de octubre de 1929 el pánico provocó que se pusieran a la venta millones de acciones. Todo el mundo quería vender. El lunes y martes siguientes, la bolsa de Nueva York registró un volumen de operaciones muy superior al normal y prosiguió el desplome. Todo había acabado.
En julio de 1932 el Dow Jones tocó fondo con una cotización que suponía una pérdida de casi el 90% con respecto al nivel máximo alcanzado en septiembre de 1929. ¿Fácil, no? Pongamos un ejemplo ficticio: lo que cotizaba a 100 en 1929, lo hacía a menos de 12 casi tres años más tarde. Un negocio ruinoso.
¿Qué supuso después?
Las crisis son cíclicas, como las giras de los Rolling Stones. La economía crece, se expande, hasta que da síntomas de agotamiento, se toman medidas, acertadas o no, se corrigen los excesos, por la intervención de los gobiernos o solos, por decirlo de una manera suave, y vuelta a empezar. Las consecuencias de una crisis se miden en el impacto tanto en el sistema financiero como en la economía real y en ese sentido el Crack del 29 fue devastador. No solo se esfumaron los ahorros de millones de personas, no así sus deudas, sino que numerosos bancos quebraron porque los ciudadanos no pudieron devolver sus créditos. Y al quebrar se esfumaron los ahorros de otros millones de ciudadanos. Las empresas dejaron de invertir, porque no había dinero para hacerlo o las garantías exigidas para la devolución del préstamo eran inasumibles y porque ya no se vendían los productos que se fabricaban. ¿Resultado? Miles de empresas desaparecieron dejando a millones de personas en el paro sin nada que llevarse a la boca. Bienvenidos a la Gran Depresión. Pero esto no acabó aquí: el efecto se contagió a América Latina, Europa y Japón dada la estrecha relación económica y financiera entre los Estados Unidos de América y el resto del mundo. Lógicamente, la globalización no alcanzaba las cifras de la actualidad, pero ya era un hecho evidente: exportaciones, préstamos entre países, etc. Si cae la producción y se repatrían capitales por parte de Estados Unidos, el impacto es inmediato: aumentó el paro y hubo recesión. Incluso el Reino Unido acabó saliendo del patrón oro.
¿Qué hemos aprendido?
A tenor de los resultados parece que no mucho. No hace falta ir muy lejos: la crisis del 2008, a pesar de las salvedades y diferencias con respecto a la del 29, nos recuerda que ciertos comportamientos se han vuelto a repetir. Y lo volverán a hacer: tipos de interés bajos, facilidades crediticias, endeudamientos masivos para la compra de activos a crédito (hipotecas, por ejemplo) y caída final de las bolsas con quiebras de entidades financieras incluidas. Las consecuencias aún duran. La crisis tuvo una música parecida: el sonido del dinero al esfumarse y la desesperación de millones de personas al perder sus puestos de trabajo. También dejó una corriente populista de crítica a las élites políticas y financieras por haber llevado al desastre a países y sus ciudadanos. Populismo que aún dura. Pero ése es otro tema.
Es cierto que tanto la Reserva Federal Americana como el Banco Central Europeo dispusieron de mayores herramientas para contrarrestar los efectos de la crisis y defender los mercados de capital y paliar, en cierto modo, las necesidades de financiación de la economía real.
Pero que no cunda el pánico. Ya lo hará cuando vuelvan a caer las bolsas.
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